Artículo muy interesante sobre la última encíclica de Benedicto XVI, y sobre lo que no dice.
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La nueva encíclica de Benedicto XVI Caritas in Veritate del 7 de julio último es una toma de posición de la Iglesia ante la crisis actual. El conjunto de las crisis que afectan a la humanidad y que conllevan amenazas severas sobre el sistema de la vida y su futuro, pediría un texto profético, cargado de urgencia. Pero no ha sido eso lo que hemos recibido sino una larga y detallada reflexión sobre la mayoría de los problemas actuales, que van desde la crisis económica al turismo, de la biotecnología a la crisis ambiental, y proyecciones sobre un Gobierno mundial de la globalización. El género no es profético, «el cual supondría un análisis concreto de una situación concreta» que posibilitaría emitir un juicio sobre los problemas a la vista en forma de denuncia-anuncio. Pero no está en la naturaleza de este papa ser profeta. Él es un doctor y un maestro. Elabora el discurso oficial del Magisterio, cuya perspectiva no viene de abajo, de la vida real y conflictiva, sino de arriba, de la doctrina ortodoxa que esfuma las contradicciones y minimiza los conflictos. La tónica dominante no es la del análisis, sino la de la ética, la de lo que deber ser.
Como no analiza la realidad actual, extremadamente compleja, el discurso magisterial permanece principista, equilibrista y se define por su indefinición. El subtexto del texto, lo no dicho en lo dicho, remite a una inocencia teórica que inconscientemente asume la ideología funcional de la sociedad dominante. Se nota ya al abordar el tema central ―el desarrollo― tan criticado hoy por no tener en cuenta los limites ecológicos de la Tierra. De esto la encíclica no dice nada. Su visión es que el sistema mundial se presenta fundamentalmente correcto. Lo que existen son disfunciones, no contradicciones. Ese diagnóstico sugiere la siguiente terapia, semejante a la del G-20: rectificaciones y no cambios, mejorías y no cambio de paradigma, reformas y no liberaciones. Es el imperativo del maestro: «corrección»; no el del profeta: «conversión».
Al leer el texto, largo y pesado, acabamos pensando: ¡qué bien le vendría al papa actual un poco de marxismo! Éste, a partir de los oprimidos, tiene el mérito de desenmascarar las oposiciones presentes en el sistema actual, sacar a la luz los conflictos de poder y denunciar la voracidad incontenida de la sociedad de mercado, competitiva, consumista, nada cooperativa e injusta. Ella representa un pecado social y estructural que sacrifica millones en el altar de la producción para el consumo ilimitado. Esto debería denunciarlo proféticamente el papa. Pero no lo hace.
El texto del Magisterio, olímpicamente por fuera y por encima de la situación conflictiva actual, no es ideológicamente «neutro» como pretende. Es un discurso reproductor del sistema imperante, que hace sufrir a todos especialmente a los pobres. No es cuestión de que Benedicto XVI lo quiera o no lo quiera, sino de la lógica estructural de su discurso magisterial. Por renunciar a un análisis crítico serio, paga un alto precio en ineficacia teórica y práctica. No innova, repite.
Y ahí pierde una enorme oportunidad de dirigirse a la humanidad en un momento dramático de la historia, a partir del capital simbólico de transformación y de esperanza contenido en el mensaje cristiano. Este papa no valora el nuevo cielo y la nueva Tierra, que pueden ser anticipados por las prácticas humanas, solamente conoce esta vida decadente, y por sí misma insostenible (su pesimismo cultural), y la vida eterna y el cielo que vendrán. Se aleja así del gran mensaje bíblico que tiene consecuencias políticas revolucionarias al afirmar que la utopía terminal del Reino de la justicia, del amor y de la libertad sólo será real en la medida en que se construyan y se anticipen, en los límites del espacio y del tiempo histórico, tales bienes entre nosotros.
Curiosamente, haciendo abstracción de nociones fideístas recurrentes («sólo a través de la caridad cristiana es posible el desarrollo integral»), cuando se «olvida» del tono magisterial en la parte final de la encíclica, habla de cosas sensatas como la reforma de la ONU, la nueva arquitectura económico-financiera internacional, el concepto de Bien Común del Globo y la inclusión relacional de la familia humana.
Parafraseando a Nietzsche: «¿cuánto análisis crítico es capaz de incorporar el Magisterio de la Iglesia?»
Como no analiza la realidad actual, extremadamente compleja, el discurso magisterial permanece principista, equilibrista y se define por su indefinición. El subtexto del texto, lo no dicho en lo dicho, remite a una inocencia teórica que inconscientemente asume la ideología funcional de la sociedad dominante. Se nota ya al abordar el tema central ―el desarrollo― tan criticado hoy por no tener en cuenta los limites ecológicos de la Tierra. De esto la encíclica no dice nada. Su visión es que el sistema mundial se presenta fundamentalmente correcto. Lo que existen son disfunciones, no contradicciones. Ese diagnóstico sugiere la siguiente terapia, semejante a la del G-20: rectificaciones y no cambios, mejorías y no cambio de paradigma, reformas y no liberaciones. Es el imperativo del maestro: «corrección»; no el del profeta: «conversión».
Al leer el texto, largo y pesado, acabamos pensando: ¡qué bien le vendría al papa actual un poco de marxismo! Éste, a partir de los oprimidos, tiene el mérito de desenmascarar las oposiciones presentes en el sistema actual, sacar a la luz los conflictos de poder y denunciar la voracidad incontenida de la sociedad de mercado, competitiva, consumista, nada cooperativa e injusta. Ella representa un pecado social y estructural que sacrifica millones en el altar de la producción para el consumo ilimitado. Esto debería denunciarlo proféticamente el papa. Pero no lo hace.
El texto del Magisterio, olímpicamente por fuera y por encima de la situación conflictiva actual, no es ideológicamente «neutro» como pretende. Es un discurso reproductor del sistema imperante, que hace sufrir a todos especialmente a los pobres. No es cuestión de que Benedicto XVI lo quiera o no lo quiera, sino de la lógica estructural de su discurso magisterial. Por renunciar a un análisis crítico serio, paga un alto precio en ineficacia teórica y práctica. No innova, repite.
Y ahí pierde una enorme oportunidad de dirigirse a la humanidad en un momento dramático de la historia, a partir del capital simbólico de transformación y de esperanza contenido en el mensaje cristiano. Este papa no valora el nuevo cielo y la nueva Tierra, que pueden ser anticipados por las prácticas humanas, solamente conoce esta vida decadente, y por sí misma insostenible (su pesimismo cultural), y la vida eterna y el cielo que vendrán. Se aleja así del gran mensaje bíblico que tiene consecuencias políticas revolucionarias al afirmar que la utopía terminal del Reino de la justicia, del amor y de la libertad sólo será real en la medida en que se construyan y se anticipen, en los límites del espacio y del tiempo histórico, tales bienes entre nosotros.
Curiosamente, haciendo abstracción de nociones fideístas recurrentes («sólo a través de la caridad cristiana es posible el desarrollo integral»), cuando se «olvida» del tono magisterial en la parte final de la encíclica, habla de cosas sensatas como la reforma de la ONU, la nueva arquitectura económico-financiera internacional, el concepto de Bien Común del Globo y la inclusión relacional de la familia humana.
Parafraseando a Nietzsche: «¿cuánto análisis crítico es capaz de incorporar el Magisterio de la Iglesia?»
Leonardo Boff
2009-07-17
2009-07-17
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