La miseria en la cultura, o mejor, de la cultura, se revela por medio de dos síntomas verificables en todo el mundo: la decepción generalizada en la sociedad y una profunda depresión en las personas. Ambas tienen su razón de ser. Son consecuencia de la crisis de fe por la que está pasando el sistema mundial.
¿De qué fe se trata? Es la fe en el progreso ilimitado, en la omnipotencia de la tecnociencia, en el sistema económico-financiero, con su mercado, que actuarían como ejes estructuradores de la sociedad. La fe en estos dioses poseía sus credos, sus sumos sacerdotes, sus profetas, un ejército de acólitos y una masa inimaginable de fieles.
Hoy día esos fieles han entrado en una profunda decepción porque tales dioses se han revelado falsos. Ahora están agonizando o simplemente han muerto, y los G-20 tratan en vano de resucitar sus cadáveres. Los que profesan esta religión fetiche constatan ahora que el progreso ilimitado ha devastado peligrosamente la naturaleza y es la principal causa del calentamiento planetario. La tecnociencia que, por un lado, ha traído tantos beneficios, creó una máquina de muerte que sólo en el siglo XX mató a 200 millones de personas y es hoy capaz de exterminar a toda la especie humana; el sistema-económico-financiero y el mercado quebraron, y si no hubiera sido por el dinero de los contribuyentes, a través del Estado, habrían provocado una catástrofe social. La decepción está estampada en los rostros perplejos de los líderes políticos, que no saben ya en quién creer y qué nuevos dioses entronizar. Existe una especie de nihilismo dulce.
Ya Max Weber y Friedrich Nietszche habían previsto tales efectos al anunciar la secularización y la muerte de Dios. No que Dios haya muerto, pues un Dios que muere no es «Dios». Nietszche es claro: Dios no murió, nosotros lo matamos. Es decir, para la sociedad secularizada Dios no cuenta ya para la vida ni para la cohesión social. En su lugar entró el panteón de dioses que hemos mencionado antes. Como son ídolos, un día van a mostrar lo que producen: decepción y muerte.
La solución no estriba simplemente en volver a Dios o a la religión, sino en rescatar lo que significan: la conexión con el todo, la percepción de que la vida y no el lucro debe ocupar el centro, y la afirmación de valores compartidos que pueden proporcionar cohesión a la sociedad.
La decepción viene acompañada por la depresión. Ésta es un fruto tardío de la revolución de los jóvenes de los años 60 del siglo XX. Allí se trataba de impugnar una sociedad de represión, especialmente sexual, y llena de máscaras sociales. Se imponía una liberalización generalizada. Se experimentó de todo. El lema era «vivir sin tiempos muertos; gozar la vida sin trabas». Eso llevó a la supresión de cualquier intervalo entre el deseo y su realización. Todo tenía que ser inmediato y rápido.
De ahí resultó la quiebra de todos los tabúes, la pérdida de la justa medida y la completa permisividad. Surgió una nueva opresión: tener que ser moderno, rebelde, sexy y tener que desnudarse por dentro y por fuera. El mayor castigo es el envejecimiento. Se concibió la salud total, y se crearon modelos de belleza, basados en la delgadez hasta la anorexia. Se abolió la muerte, convertida en un espanto.
Tal proyecto posmoderno también fracasó, pues con la vida no se puede hacer cualquier cosa. Posee una sacralidad intrínseca, y límites. Si se rompen, se instaura la depresión. Decepción y frustración son recetas para la violencia sin objeto, para el consumo elevado de ansiolíticos y hasta para el suicidio, como ocurre en muchos países.
¿Hacia dónde vamos? Nadie lo sabe. Solamente sabemos que tenemos que cambiar si queremos continuar. Pero ya se notan por todas partes brotes que representan los valores perennes de la condición humana: casamiento con amor, el sexo con afecto, el cuidado de la naturaleza, el gana-gana en vez del gana-pierde, la búsqueda del «bien vivir», base para la felicidad, que es hoy fruto de la sencillez voluntaria y de querer tener menos para ser más.
Esto es esperanzador. En esta dirección hay que progresar.
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